martes, 19 de junio de 2012

UNA LEYENDA DEL LITORAL

En todas las épocas y en cada rincón del planeta existieron y existen leyendas  y relatos sobre seres fantásticos o mitológicos surgidos del acervo popular.
Particularmente, estos relatos se originan en lugares donde los hombres se encuentran rodeados de naturaleza o solead. Montañas, ríos, montes, selvas, zonas rurales  y cualquier otro paisaje extenso, virgen e inexplorado que dé lugar al misterio y la imaginación.
En nuestro país son muchísimos los relatos de seres sobrenaturales que pueblan las distintas regiones de su extensa geografía.  Algunos de los ejemplos más conocidos son la luz mala el lobizón, el pombero, el hombre de la bolsa y muchos otros seres de renombre tanto nacional como internacional.
Pero hay otras leyendas, más de entrecasa, que no son tan conocidas a nivel masivo, quizás por falta de prensa, problemas de marketing o porque sus apariciones han sido registradas en parajes muy poco poblados y por consiguiente el impacto de las mismas ha quedado circunscripto a un gaucho con dos perros o a una pareja de ancianos campesinos.
Por suerte, el antropólogo rural Zoilo Washington Quiroga, en su libro “Leyendas del más acá. El litoral y sus misterios escondidos ocultos” hace una recopilación de esos ignotos seres mitológicos que pueblan, casi a media voz, los relatos de pulperías, fogones y boliches de la Mesopotamia argentina.
A continuación transcribiremos algunas de las descripciones de los seres más sorprendentes que Quiroga, con gran precisión, menciona en su libro:
> El yaguareté bizco: Es un felino enorme, con un defecto oftalmológico, capaz de matar con la mirada a quien se atreva a observarlo directo a los ojos.
> El guazuncho macho:  Cérvido endemoniado que se aparece por las noches en los montes a los desprevenidos y los ataca con su miembro viril de grandes proporciones
> La tararira encantada: Pez de un color inusual (algunos isleños señalan que posee escamas blancas como las nubes, mientras que otros afirman que es color verde fluorescente), que al frotarle el lomo repetidas veces, deja salir de su interior un genio que concede deseos. La única salvedad es que el genio solo entiende las solicitudes en idioma guaraní.
> La vizcacha dorada: Roedor de crines rubias resplandecientes que defeca pequeñas bolitas macizas de oro puro.
> El carpincho tuerto: un animal de gran porte con un solo ojo en el medio de la frente, que se le aparece a los cazadores furtivos causándole desgracias en la cacería y en la vida amorosa.

La falta de fe o el desconocimiento pueden llevar a los incrédulos a pensar que estos seres no son más que alucinaciones, inventos o cuentos fabulosos de algunos tipos sin nada que hacer que se ponen a inventar historias fantásticas, para pasar el rato.
Pero en mi pueblo, desde que pasó lo del Moncho Salvatierra, todos empezamos a respetar las leyendas… en especial al carpincho tuerto.

Resulta que el Moncho era uno de esos tipos que le mandaba bala a todo bicho que le pasaba cerca. No se salvaban ni los teros. Ni siquiera respetaba a los bichos con cría y era famoso por lo sanguinario. Decían que una vez fue a cazar chanchos del monte con su perro Pocho. Justo en el momento que tenía el chancho enfrente de él, le falló el percutor de la escopeta. El chancho se le vino encima y el Moncho se enfrentó con el chancho a cuchillo y pelo nomás, venciéndolo en sangriento combate, del cual le quedó una marca del colmillo del porcino en el pecho, que siempre muestra como trofeo de guerra.
Nunca le importó matar más de lo que necesitaba para comer y cuando iba al boliche a contar sus hazañas el viejo Patilla siempre le decía en tono de amenaza… “Seguí así vos que ya te va a agarrar el carpincho tuerto”, y le recitaba el versito que era bien conocido entre la paisanada:

“Cazador furtivo
 matas por matar
el carpincho tuerto
ya te va a encontrar
y tu cacería se te volverá
y el amor del nido se te volará”


 
A lo que el Moncho contestaba con una carcajada sobradora e irónica, seguida de alguna contestación soez e irrespetuosa “Solamente los viejos boludos nacidos en el medio ‘el monte como vos pueden creer en esas pavadas”.
Todos los parroquianos se burlaban del viejo e idolatraban al Moncho casi como a un dios pagano.

Un día de invierno los hermanos Pombo (Rodolfo, Wilson y  Chupete), organizaron una cacería en el bañado del Arroyo Settembrini y lo invitaron al Moncho.
La idea era cazar dos ciervos para hacer chorizos y milanesas para freezar para el invierno.
Partieron los tres hermanos y el Moncho.
Al ratito que llegaron al lugar de cacería, el Moncho cazó uno grande, y el Wilson otro.
- Con estos ya estamos,  les dijo Rodolfo.
- Ma qué ya estamos… ¡acá hay ciervos como pa hacer dulce! respondió el Moncho
Uno tras otro fueron cayendo los ciervos, el Moncho se había cebado y no paraba de matar bichos.
- Ya está che, vámonos, insistió Rodolfo
- No jodas, yo hasta que no se me terminen las balas no me voy
, contestó en un tono desafiante una vez más el Moncho.
Pasó un rato y nuevamente tenía en la mira otro ciervo, pero esta vez era uno realmente enorme. Tenía unas astas como de 15 puntas. Y cuando estaba por gatillar se quedó petrificado.
- ¿Qué pasó, pregunto desconcertado Chupete
El Moncho parecía haber perdido el habla. Bajó el arma y tartamudeando, casi sin voz, dijo
- Lo… lo… lo vi.
- Más vale, nosotros también lo vimos era un ciervo enorme ¿Por qué no
le tiraste?, lo interpeló el Wilson.
- No, no… lo vi a “el”
.
- ¿A quién?
- Al carpincho tuerto
- No jodas Moncho, si vos no crees en esas cosas
- Pero pelotudo no se trata de creer o no creer… te digo que lo vi. Tenía al ciervo en la mira y se me cruzó el carpincho… se paró justo adelante del ciervo… y me miró. Era él. Le vi el ojo solo, en el medio de la frente. Era él. Te digo que lo vi clarito, era el carpincho tuerto …

No había terminado aún su relato cuando un ruido ensordecedor invadió la escena, seguido de un alarido interminable de dolor.
Era el Moncho. Se le había escapado un tiro de la escopeta que le había volado limpito el dedo gordo del pié derecho.
Los muchachos todavía aturdidos y aterrados por la situación, le hicieron un precario vendaje como pudieron y salieron de vuelo para el hospital del pueblo.
- Llamala a mi señora que trabaja de enfermera en el hospital y avisale que estamos yendo, le dijo el Moncho a Chupete.
- Llama, llama y me atiende el contestador.
-¡Insistí carajo!
- Lo mismo che… contestador.
- ¡Me cago en el carpincho tuerto y en el viejo Patilla y en la reputísima madre que los parió a los dos!


Cuando llegaron al hospital no se veía un alma. No volaba ni una mosca.
Rodolfo desesperado entró a recorrer cada rincón del hospital, buscando a alguien que los pudiera asistir.
Menuda sorpresa se llevó cuando abrió la puerta de una habitación y la vio a la mujer del Moncho con el trajecito de enfermera por las rodillas, enfiestada con el médico de guardia, el camillero, el chofer de la ambulancia y dos pacientes que estaban internados en el hospital.
- Disculpen…  hay un herido, interrumpió Rodolfo.
Al rato aparecieron todos todavía acomodándose la ropa y pudieron socorrer al desafortunado cazador. Al día siguiente después de algunas horas en observación le dieron el alta al Moncho.
La noticia de lo que había pasado corrió como reguero de pólvora por el pueblo.
El Moncho se recluyó en su casa, empujado por la vergüenza y el qué dirán… y más que nada por las guampas.

Varios meses después de lo sucedido, el Moncho volvió al boliche.
Como siempre el viejo Patilla estaba en su mesa de la esquina, vinito en mano.
Cuando el Moncho pasó por su lado el viejo lo miró fijo. El Moncho bajó la mirada, derrotado, pidió una ginebra y permaneció en silencio. El viejo dejó el vaso de vino, se levantó de su mesa y fue hasta el mostrador donde estaba el Moncho. Se paró a su lado y posando su mano sobre el hombro del Moncho, le dio una palmada, casi paternal y le dijo: “Ya está pibe…  ya pasó”
El Moncho se largó a llorar desconsoladamente, agarrado al brazo del viejo Patilla, como un gurí.
Después de aquél suceso en el hospital el médico pidió traslado y a la mujer del Moncho no se la vio más. Dicen las malas lenguas que se mudaron juntos a Claromecó.
El Moncho hasta el día de hoy sigue soltero. Nunca más volvió a tocar un arma y se hizo activista de Greenpeace.