Cuando la nostalgia nos retrotrae al barrio, la memoria nos
suele ubicar en un punto específico, unas coordenadas inequívocas donde
transcurrieron nuestros primeros y más felices años de vida. Salvo los casos,
como el nuestro, de miembros pertenecientes a familias afectadas con lo que con
mis hermanos dimos en llamar “El Síndrome de MIR” (Mudanza Intempestiva
Recurrente).
El aquerenciamiento en un sitio es fruto de las relaciones
humanas, del vínculo con el paisaje y la cultura, pero sobre todo de la
permanencia. En definitiva, de echar raíces. Nada de esto era posible para
nosotros, ya que cuando todavía no nos habíamos acomodado a un lugar, nos
llegaba la orden de “trasplante” y a levantar sin chistar las escasas raicillas
que recién empezaban a explorar el nuevo suelo. “Es un progreso para la familia
que papá acepte el traslado a la nueva sucursal del banco” y, con esa canción,
en mis primeros veinte años de vida cambiamos cuatro veces de ciudad:
Rosario-Paraná-Concordia-Bragado-Concepción del Uruguay. Cada lugar exigía
reconstruir todo desde cero. Amistades, compañeros de colegio, club. Todo de
nuevo. En medio de tanto caos, había que tratar de encontrarle algo positivo a
la cuestión. Entonces con mi hermano Iván, en cada nuevo lugar al que
llegábamos, a modo de juego y como un primer reconocimiento del terreno,
empezábamos a rastrear a los “personajes” del barrio. No hablo de tipos de la
farándula o famosos, nada de eso. Me refiero a esos íconos locales,
pertenecientes a la fauna urbana: locos, linyeras, borrachos, bohemios, etc. A
cualquiera que se le pregunte, ya sea que haya vivido en un pequeño pueblo o en
la gran ciudad, recordará alguna historia referida a estas personalidades,
sintiendo al evocarlos una mezcla rara entre lo bizarro, lo entrañable y lo
tragicómico. De uno de ellos va la cosa.
Corría el año 1989 cuando llegó una nueva orden de traslado.
Mudanza número tres. Chau Concordia, Entre Ríos. Chau naranjales, Parque San
Carlos, Playa Las Palmeras, Cascadita de Dri, Costanera… Hola Bragado, Buenos
Aires. Hola campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos. Nos
mudamos a un edificio en pleno centro de la ciudad, al lado de la sucursal del
banco. Al poco tiempo de haber llegado comenzamos con mi hermano “el
rastrillaje”. Casi siempre, los vendedores de diarios eran nuestros
informantes. —¿El personaje del barrio? Perejil, sin lugar a dudas. Búsquenlo
acá a la vuelta, cerca de la plaza principal, anda siempre por ahí de mañana.
Con el dato preciso, y después de un rato de intensa búsqueda, dimos con el
susodicho. Era un hombre menudo, de unos sesenta años. Ojos negros chiquitos,
canoso, de bigote ancho, nariz gruesa y algo orejón. Un pucho permanente en la
boca y una boina visera completaban su estampa. Saludaba a todo el mundo, por
lo que enseguida nos dimos cuenta de que era inofensivo. Y se caracterizaba por
tener una manía muy particular, que no tardamos en descubrir. Habían pasado
apenas unos minutos desde nuestra llegada, cuando al lado de Perejil se sentó
un perro. Y fue en ese momento que este buen hombre comenzó su acto. Levantó al
animal del suelo, le hizo algunas caricias y lo subió a un banco de la plaza.
Le acomodó la postura, lo peinó un poco, le sacó lagañas y garrapatas y, una
vez que estuvo satisfecho con su trabajo, se dirigió a los peatones diciendo
algo así: “¡Muy buenos días señoras y señores!. Hoy estamos aquí para
ofrecerles este hermoso ejemplar, apto para perro guardián o de compañía, para
las tareas del campo o la ciudad. Un animal versátil, de muy buen porte,
carácter dócil y pelaje suave. Se entrega peinado y desparasitado. ¿Cuánto
ofrece el señor? —dirigiéndose a un transeúnte desprevenido que pasaba por
ahí—, ¡Quinientos! Se lo lleva el señor de pullover gris a la una, a las
dos…¿Quién da más?.... ¡Seiscientos cincuenta la señora de saco verde!
—mientras la doña lo miraba con cara de no entender absolutamente nada—.
Seiscientos cincuenta a la una, a las dos y a las…¡tres!, vendido a la señora
de verde… no se va a arrepentir” Habíamos descubierto una joya. Al día
siguiente volvimos por más y nuestras expectativas fueron superadas con creces.
Una morocha de singular belleza atravesó la plaza. Rápido de reflejos, Perejil
sacó a relucir sus dotes de galán y oficio de martillero y el remate comenzó de
la siguiente manera: “Opa opa, pero miren este ejemplar femenino… qué figura
escultural. Una verdadera hermosura, imposible resistirse al encanto de su pelo
negro…¿quién se la lleva?... el caballero de la bicicleta ¿cuánto
ofrece?...¡Dos mil! Excelente oferta. Pero atención que el señor maduro de
barba que viene atrás parece interesado… ¡Tres mil quinientos ofrece, hay una
puja fuerte ahí! Se agrega un interesado, el pelado de enfrente. ¿Escuché
cuatro? ¡Si señor! Cuatro mil ofrece el pelado... ¡Cuatro doscientos el señor
de barba! El que no ve el negocio se lo pierde ¿Quién da más? … ¡Cuatro
ochocientos el pelado!… cuatro ochocientos a la una… cuatro ochocientos a las
dos… ¡Cinco mil! Si señores, cinco mil ofrece el muchacho de la bicicleta. Vas
a tener que vender la bici para pagar esta preciosura… se la lleva a la una… a
las dos… y a las… ¡tres!, vendida por cinco mil al muchacho que se la lleva en
el caño de la bicicleta.” Regresamos cada mañana a la plaza durante varios
meses para verlo. Después de un tiempo nos empezó a saludar. A pesar de su
locuacidad en los remates, no era de hablar mucho. Apenas nos contó que no
tenía familia, que vivía sólo en una pensión, que le gustaba el chocolate y el
tango. Empezamos a llevar papel y lápiz para registrar esos momentos increíbles
y llegamos a armar una especie de antología de los remates. Entre algunas de
sus subastas más memorables figuran la sucursal de Casa Tía, la escalera
mecánica de la galería San Martín, un mimo, un disco de Raphael y dos testigos
de jehová.
Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más
esporádicos. Paulatinamente, la edad y el tabaco fueron haciendo mella en la
salud de Perejil. Después algunos meses nos enteramos que lo habían llevado al
Asilo Municipal. De tanto en tanto íbamos con Iván a visitarlo y le llevábamos
golosinas y algunos puchos escondidos. Una vez le regalamos un viejo pasacasete
que había sido de la tía Nucha, con grabaciones de Julio Sosa, Piazzola y el
Polaco Goyeneche.
En febrero del ´91 partimos con toda la familia rumbo a
Uruguay, de vacaciones. Cuando regresamos del viaje, fuimos con mi hermano a
verlo. Me extrañó no encontrarlo en su sillón favorito. Al rato nos salió a
recibir Félix, su compañero de cuarto. Con la mirada fija en el suelo, a paso
cansino, se fue acercando. Se paró frente a nosotros, nos agarró fuerte las
manos, cerró los ojos y se largó a llorar…
Al poco tiempo nos volvimos a mudar. Chau Bragado, Buenos
Aires. Chau campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos...
hasta siempre Perejil. Hola Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Hola puerto,
Paso Vera, Colegio Urquiza, isla Camba-cuá y cine San Martín. Después vino otra
mudanza más... y otra…
Por eso, en mi caso, cuando la nostalgia me retrotrae al
barrio (o, mejor dicho, a los barrios) de la infancia, la memoria se desorienta
un poco y le cuesta focalizar en un punto específico. Cuando por fin, en su
derrotero, logra ubicarse en Bragado, los recuerdos vienen siempre asociados a
Perejil. Me lo imagino en algún supuesto cielo. Pleno, reluciente, vestido de
blanco. Camisa y pantalón de lino, alpargatas, bufanda larga y la infaltable boina
visera, el pucho a medio fumar en los labios, rematando sin parar ángeles,
serafines y querubines al mejor postor… —¿¿¿San Pedro dijo novecientos por este
hermoso y regordete ejemplar alado???