lunes, 12 de noviembre de 2018

PEREJIL



Cuando la nostalgia nos retrotrae al barrio, la memoria nos suele ubicar en un punto específico, unas coordenadas inequívocas donde transcurrieron nuestros primeros y más felices años de vida. Salvo los casos, como el nuestro, de miembros pertenecientes a familias afectadas con lo que con mis hermanos dimos en llamar “El Síndrome de MIR” (Mudanza Intempestiva Recurrente).
El aquerenciamiento en un sitio es fruto de las relaciones humanas, del vínculo con el paisaje y la cultura, pero sobre todo de la permanencia. En definitiva, de echar raíces. Nada de esto era posible para nosotros, ya que cuando todavía no nos habíamos acomodado a un lugar, nos llegaba la orden de “trasplante” y a levantar sin chistar las escasas raicillas que recién empezaban a explorar el nuevo suelo. “Es un progreso para la familia que papá acepte el traslado a la nueva sucursal del banco” y, con esa canción, en mis primeros veinte años de vida cambiamos cuatro veces de ciudad: Rosario-Paraná-Concordia-Bragado-Concepción del Uruguay. Cada lugar exigía reconstruir todo desde cero. Amistades, compañeros de colegio, club. Todo de nuevo. En medio de tanto caos, había que tratar de encontrarle algo positivo a la cuestión. Entonces con mi hermano Iván, en cada nuevo lugar al que llegábamos, a modo de juego y como un primer reconocimiento del terreno, empezábamos a rastrear a los “personajes” del barrio. No hablo de tipos de la farándula o famosos, nada de eso. Me refiero a esos íconos locales, pertenecientes a la fauna urbana: locos, linyeras, borrachos, bohemios, etc. A cualquiera que se le pregunte, ya sea que haya vivido en un pequeño pueblo o en la gran ciudad, recordará alguna historia referida a estas personalidades, sintiendo al evocarlos una mezcla rara entre lo bizarro, lo entrañable y lo tragicómico. De uno de ellos va la cosa.

Corría el año 1989 cuando llegó una nueva orden de traslado. Mudanza número tres. Chau Concordia, Entre Ríos. Chau naranjales, Parque San Carlos, Playa Las Palmeras, Cascadita de Dri, Costanera… Hola Bragado, Buenos Aires. Hola campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos. Nos mudamos a un edificio en pleno centro de la ciudad, al lado de la sucursal del banco. Al poco tiempo de haber llegado comenzamos con mi hermano “el rastrillaje”. Casi siempre, los vendedores de diarios eran nuestros informantes. —¿El personaje del barrio? Perejil, sin lugar a dudas. Búsquenlo acá a la vuelta, cerca de la plaza principal, anda siempre por ahí de mañana. Con el dato preciso, y después de un rato de intensa búsqueda, dimos con el susodicho. Era un hombre menudo, de unos sesenta años. Ojos negros chiquitos, canoso, de bigote ancho, nariz gruesa y algo orejón. Un pucho permanente en la boca y una boina visera completaban su estampa. Saludaba a todo el mundo, por lo que enseguida nos dimos cuenta de que era inofensivo. Y se caracterizaba por tener una manía muy particular, que no tardamos en descubrir. Habían pasado apenas unos minutos desde nuestra llegada, cuando al lado de Perejil se sentó un perro. Y fue en ese momento que este buen hombre comenzó su acto. Levantó al animal del suelo, le hizo algunas caricias y lo subió a un banco de la plaza. Le acomodó la postura, lo peinó un poco, le sacó lagañas y garrapatas y, una vez que estuvo satisfecho con su trabajo, se dirigió a los peatones diciendo algo así: “¡Muy buenos días señoras y señores!. Hoy estamos aquí para ofrecerles este hermoso ejemplar, apto para perro guardián o de compañía, para las tareas del campo o la ciudad. Un animal versátil, de muy buen porte, carácter dócil y pelaje suave. Se entrega peinado y desparasitado. ¿Cuánto ofrece el señor? —dirigiéndose a un transeúnte desprevenido que pasaba por ahí—, ¡Quinientos! Se lo lleva el señor de pullover gris a la una, a las dos…¿Quién da más?.... ¡Seiscientos cincuenta la señora de saco verde! —mientras la doña lo miraba con cara de no entender absolutamente nada—. Seiscientos cincuenta a la una, a las dos y a las…¡tres!, vendido a la señora de verde… no se va a arrepentir” Habíamos descubierto una joya. Al día siguiente volvimos por más y nuestras expectativas fueron superadas con creces. Una morocha de singular belleza atravesó la plaza. Rápido de reflejos, Perejil sacó a relucir sus dotes de galán y oficio de martillero y el remate comenzó de la siguiente manera: “Opa opa, pero miren este ejemplar femenino… qué figura escultural. Una verdadera hermosura, imposible resistirse al encanto de su pelo negro…¿quién se la lleva?... el caballero de la bicicleta ¿cuánto ofrece?...¡Dos mil! Excelente oferta. Pero atención que el señor maduro de barba que viene atrás parece interesado… ¡Tres mil quinientos ofrece, hay una puja fuerte ahí! Se agrega un interesado, el pelado de enfrente. ¿Escuché cuatro? ¡Si señor! Cuatro mil ofrece el pelado... ¡Cuatro doscientos el señor de barba! El que no ve el negocio se lo pierde ¿Quién da más? … ¡Cuatro ochocientos el pelado!… cuatro ochocientos a la una… cuatro ochocientos a las dos… ¡Cinco mil! Si señores, cinco mil ofrece el muchacho de la bicicleta. Vas a tener que vender la bici para pagar esta preciosura… se la lleva a la una… a las dos… y a las… ¡tres!, vendida por cinco mil al muchacho que se la lleva en el caño de la bicicleta.” Regresamos cada mañana a la plaza durante varios meses para verlo. Después de un tiempo nos empezó a saludar. A pesar de su locuacidad en los remates, no era de hablar mucho. Apenas nos contó que no tenía familia, que vivía sólo en una pensión, que le gustaba el chocolate y el tango. Empezamos a llevar papel y lápiz para registrar esos momentos increíbles y llegamos a armar una especie de antología de los remates. Entre algunas de sus subastas más memorables figuran la sucursal de Casa Tía, la escalera mecánica de la galería San Martín, un mimo, un disco de Raphael y dos testigos de jehová.

Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más esporádicos. Paulatinamente, la edad y el tabaco fueron haciendo mella en la salud de Perejil. Después algunos meses nos enteramos que lo habían llevado al Asilo Municipal. De tanto en tanto íbamos con Iván a visitarlo y le llevábamos golosinas y algunos puchos escondidos. Una vez le regalamos un viejo pasacasete que había sido de la tía Nucha, con grabaciones de Julio Sosa, Piazzola y el Polaco Goyeneche.
En febrero del ´91 partimos con toda la familia rumbo a Uruguay, de vacaciones. Cuando regresamos del viaje, fuimos con mi hermano a verlo. Me extrañó no encontrarlo en su sillón favorito. Al rato nos salió a recibir Félix, su compañero de cuarto. Con la mirada fija en el suelo, a paso cansino, se fue acercando. Se paró frente a nosotros, nos agarró fuerte las manos, cerró los ojos y se largó a llorar…

Al poco tiempo nos volvimos a mudar. Chau Bragado, Buenos Aires. Chau campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos... hasta siempre Perejil. Hola Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Hola puerto, Paso Vera, Colegio Urquiza, isla Camba-cuá y cine San Martín. Después vino otra mudanza más... y otra…

Por eso, en mi caso, cuando la nostalgia me retrotrae al barrio (o, mejor dicho, a los barrios) de la infancia, la memoria se desorienta un poco y le cuesta focalizar en un punto específico. Cuando por fin, en su derrotero, logra ubicarse en Bragado, los recuerdos vienen siempre asociados a Perejil. Me lo imagino en algún supuesto cielo. Pleno, reluciente, vestido de blanco. Camisa y pantalón de lino, alpargatas, bufanda larga y la infaltable boina visera, el pucho a medio fumar en los labios, rematando sin parar ángeles, serafines y querubines al mejor postor… —¿¿¿San Pedro dijo novecientos por este hermoso y regordete ejemplar alado???


EL TRENCITO DE LA ALEGRÍA



Los niños entre 2 y 7 años tienen para mí una magia especial. No sabría precisar exactamente bien por qué, pero es  así. Quizás sea por su inocente sencillez, su sinceridad absoluta despojada de prejuicios, sus preguntas permanentes ante un mundo por descubrir a cada paso, sus respuestas irreverentes cargadas de razonamiento lógico, sus expresivas caras enmarcadas en gordos cachetes pellizcables, o seguramente la conjunción de todas ellas.
Lo cierto es que disfruto tremendamente al compartir momentos con ellos.

Por eso cuando mi hermana Judith me llamó…
- Hola nene ¿cómo estás?
- ¡Eeeey, hermanita! ¿Todo bien, vos?
- Bien querido. Te consulto ¿vos tenés algo que hacer hoy de cinco a siete?
- No, nada. Estoy al pedo full time desde que me rajaron del laburo ¿Por? ¿Me vas a invitar al cine?
- Pero no boludo. Escuchame una cosa. Mora tiene el cumple de Sofía, la amiguita del jardín, la rubiecita esa que la mamá da clases de pilates y el papá tiene la mueblería ¿te ubicás?
- …
-¡Pero que te vas a acordar vos si vivís en una nube de pedos! Bueh, no importa. El tema es que yo no la puedo acompañar porque tengo turno en el médico y Ezequiel sale de la oficina a las ocho. ¿Vos me podrás hacer la gauchada de acompañarla? Salen de la puerta de la casa de Sofi con el trencito de la alegría. La mamá pidió si podían ir algunos adultos más para  acompañar a los chicos ¿puede ser?¿Puede ser?¿Puede seeeeeerrrr?
-Si, si, siiii nenaaa. No hay problema. A las cuatro y media la paso a buscar. Pero te va a salir caro esto.

… accedí rápidamente.

Intuía una buena oportunidad para disfrutar de una tarde de tío-sobrina, más aún cuando me enteré que el cumple era a bordo del “trencito de la alegría”.

Yo no sé si en todos lados será igual, pero en mi pueblo, se estila mucho festejar los cumpleaños infantiles a bordo de un ómnibus o colectivo reformado, la mayoría de las veces en forma de tren o lancha, con capacidad para varios pasajeros, el cual hace un recorrido por la ciudad con el cumpleañero y todos sus invitados al ritmo de los éxitos musicales infantiles del momento.  El “servicio” que ofrece el trencito, también incluye reparto de golosinas y la infaltable animación de tres o cuatro personajes (N. de la R.: léase adultos ataviados de imperfectos disfraces que emulan a los íconos infantiles del momento a cambio de un magro sueldo), a elección del agasajado.

Justamente la semana anterior había escuchado una entrevista que le hicieron en el programa “Nuestra Gente” de FM Latidos (91.3), al vasco Sarrieguiberry,  propietario del trencito del pueblo, quien comentaba en la nota que “el personaje que más piden los gurises es el Sapo Ernesto, sin dudarlo. Pero ojo que hay otros que salen bastante como los super héroes y las princesas.   A algunos  también les gustan Bob Esponja y nunca faltan los clásicos de todos los tiempos como el Pato Donald  o Mickey”.
Estos nobles laburantes son dignos del mayor de los respetos. Enfundados en esos pesado y calurosos trajes de fieltro, gomaespuma y pana, en pleno verano…íntegros…estoicos allí  dentro, sin dejar jamás de aplaudir, arengar y bailar, mientras se adivina en sus ojos de tela una mueca de sufrimiento. Incluso a veces teniendo que soportar la crueldad de los pequeños, quienes arrastrados por su curiosidad y espíritu crítico, alcanzan a adivinar la falsedad identitaria de los personajes al grito de ¨¡VÓNOSÓMIKIMAUS!¨, llegando en ocasiones hasta la agresión física contra los impostores.

Pero bueno, volviendo al relato, a las 16:30 en punto toqué el timbre en casa de mi hermana…

- Hola nene. Gracias por venir.
- De nada hermanita. ¿Dónde está la chiquita del tío?
- Ahí se estaba terminado de cambiar. ¡Dale Moraaaa!
- ¡Hola tíoooo!
- ¡Hola hermosa, que lindo abrazo! Decile chau a la pesada de tu madre, que en breve empieza la diversión.
Mi hermana  me despidió con el dedo mayor de su mano derecha extendido.

Llegamos al cumple justo a horario, cuando los invitados comenzaban a subir al trencito.
Nos ubicamos al fondo para tener una mejor perspectiva de todo lo que pasaba.
La escena era tierna y divertida. Los padres y abuelos cantaban al ritmo de la música y me dejé llevar por las palmas. Los globos, las guirnaldas, las canciones, todo estaba teñido de color infancia.
Hasta que subió Cenicienta.
Y acá permítanme abrir un paréntesis y aclarar algo. Hacía poco más de dos meses, que me había separado de mi ex pareja, y desde entonces no había vuelto a salir con ninguna mujer. A esa altura, ya veía con buenos ojos la mayoría de las representante del género femenino entre 25 y 55 años… casi sin excepción.
Por eso cuando apareció Cenicienta, se me salió el corazón del cuerpo. Una morocha divina de unos 30 años. Sumado a eso el morbo de verla con ese disfraz, formaba un combo explosivo, provocándome una revolución hormonal instantánea. Imaginé miles de momentos junto a ella en esos en unos breves instantes… en el parque, en la playa, caminando bajo la lluvia, enamorados. Cuando de repente Mora me volvió a la realidad.
-          ¿Tío estas bien? ¿Por qué tenés esa cara?
Me imagino como me debe haber visto pobre criatura. No podía disimularlo. Enseguida mi patética situación se hizo evidente, porque la primer palabra que quise dirigirle a Cenicienta fue un desastre… no recuerdo que estupidez le  dije pretendiendo ser ocurrente. Lo que si recuerdo es que después de escucharme, la morocha me rebajó con la mirada y me frenó en seco con un contundente “sos un desubicado”.

Desesperación + Falta de “training” + Ambito inoportuno = ROJA DIRECTA.

Derrotado y sin chances decidí enfocarme nuevamente en mi sobrina y el cumple.
Cantamos canciones, hicimos juegos, un mago hizo unos trucos bastante rudimentarios pero efectivos, y en un momento empezó el baile.
Cuando estábamos en plena danza con Mora y en lo mejor de la fiestita, se nos acercó la Pantera Rosa. Al principio lo tomé como algo normal, como parte de su trabajo, digamos. Después la cosa se enrareció un poco. Me di cuenta que se quedaba con nosotros más de la cuenta. No bailaba con otros papás o mamás. Y en vez de bailar con la nena, bailaba conmigo, con movimientos sensuales. En definitiva y para ser directo: la Pantera Rosa me tiraba onda.
En un momento se armó un trencito. Ahí ella se puso adelante mío, me agarró las manos y me las puso con firmeza en su cintura, mientras meneaba las caderas, al ritmo de una canción de Xuxa que sonaba a todo volumen.
Y uno no es de fierro.
Yo sé que diez minutos antes me estaba por casar con Cenicienta, pero mi condición hizo que me diera igual felina que princesa, así que me dejé llevar. Agarrado a sus caderas movedizas, pude adivinar la turgencia de su cuerpo, mientras me invadía su exquisito perfume.
Yo ya estaba como loco, no tenía idea donde estaba mi sobrina, y después de un rato de histeriqueo mutuo, de un ida y vuelta de mensajes encriptados en clave sensual, justo en el fragor de esa adrenalina cúlmine del levante, en el momento de mayor tensión pseudo-erótica, la pantera se de vuelta, me rodea el cuello con sus brazos y acercando su cara (o más bien su máscara) a mi oído me dice “Me llamo Luli ¿Qué tenés que hacer esta noche, lindo?”.

Hubiese sido la gloria total, de no ser por un pequeño detalle: mi nueva pretendiente enfundada en su traje rosa, tenía la voz muy parecida a Julio Sosa, el varón del tango.
Me alejé hacia atrás de un salto, sin poder ocultar  lo chocante que fue para mí la situación, no porque juzgue la elección sexual de las personas, sino porque no me lo esperaba y quedé descolocado. Igualmente traté de ser cortés con la respuesta: “Te agradezco mucho, pero me gustan las chicas”. Pero ante mi negativa Luli redobló la apuesta y continuó con su insistencia y después de un rato, el/la muchach@ ya se había puesto demasiad@ pesad@.
Traté de controlarme y ponerle paños fríos a la situación entendiendo el contexto donde estábamos, pero cuando la pantera intento manosearme, la cosa me sobrepasó. Y mi reacción, si bien reconozco que puede considerarse algo exagerada, fue totalmente instintiva... l@ acosté de una trompada.
Y ahí se armó la hecatombe. Enseguida el Hombre Araña y Pikachu saltaron a defender a su compañera de trabajo y se me tiraron encima. Los cuatro trenzados en batalla campal mientras la escena se completaba con niños llorando, padres y abuelos intentando separarnos y gritos de terror. Hasta que después de varios minutos de caos, el trencito se detuvo en la comisaría 6ta.


Todavía me tenían esposado en la sala de espera, cuando  la vi pasar a mi hermana que había ido a retirar a Mora.  Su mirada fulminante me obligó a bajar la vista. Intentar una disculpa en ese momento hubiera sido absolutamente inútil, por lo que no emití sonido alguno.
Al poco tiempo un policía me llevó a la celda y me encerró con un travesti. Era Luli, ya desprovista de su traje. Ya más calmado, le pedí disculpas. Ella también se disculpó, me dijo que entendía que se había sobrepasado, que no suele hacer esas cosas, pero que yo realmente le había gustado mucho y que hacía rato que no le pasaba eso con alguien y otras cosas en ese sentido.  Mientras me hablaba, me sorprendieron sus rasgos delicados, marcadamente femeninos. Nos quedamos charlando un rato, me contó cosas de su vida, hasta que vino el policía. “Hicimos averiguación de antecedentes. Los dos están limpios. Se pueden ir”. 
Cuando nos despedíamos en la puerta de la comisaría Luli me dio un papelito con su número de teléfono, me guiñó el ojo y se fue.

Mientras se alejaba, hice un bollo con el papel  y estuve a punto de tirarlo. Pero algo me detuvo.
Contemplé por un largo rato el papel en la palma de mi mano.
Finalmente lo desarrugué, lo doble prolijamente en dos y lo guardé en la billetera…