lunes, 12 de noviembre de 2018

PEREJIL



Cuando la nostalgia nos retrotrae al barrio, la memoria nos suele ubicar en un punto específico, unas coordenadas inequívocas donde transcurrieron nuestros primeros y más felices años de vida. Salvo los casos, como el nuestro, de miembros pertenecientes a familias afectadas con lo que con mis hermanos dimos en llamar “El Síndrome de MIR” (Mudanza Intempestiva Recurrente).
El aquerenciamiento en un sitio es fruto de las relaciones humanas, del vínculo con el paisaje y la cultura, pero sobre todo de la permanencia. En definitiva, de echar raíces. Nada de esto era posible para nosotros, ya que cuando todavía no nos habíamos acomodado a un lugar, nos llegaba la orden de “trasplante” y a levantar sin chistar las escasas raicillas que recién empezaban a explorar el nuevo suelo. “Es un progreso para la familia que papá acepte el traslado a la nueva sucursal del banco” y, con esa canción, en mis primeros veinte años de vida cambiamos cuatro veces de ciudad: Rosario-Paraná-Concordia-Bragado-Concepción del Uruguay. Cada lugar exigía reconstruir todo desde cero. Amistades, compañeros de colegio, club. Todo de nuevo. En medio de tanto caos, había que tratar de encontrarle algo positivo a la cuestión. Entonces con mi hermano Iván, en cada nuevo lugar al que llegábamos, a modo de juego y como un primer reconocimiento del terreno, empezábamos a rastrear a los “personajes” del barrio. No hablo de tipos de la farándula o famosos, nada de eso. Me refiero a esos íconos locales, pertenecientes a la fauna urbana: locos, linyeras, borrachos, bohemios, etc. A cualquiera que se le pregunte, ya sea que haya vivido en un pequeño pueblo o en la gran ciudad, recordará alguna historia referida a estas personalidades, sintiendo al evocarlos una mezcla rara entre lo bizarro, lo entrañable y lo tragicómico. De uno de ellos va la cosa.

Corría el año 1989 cuando llegó una nueva orden de traslado. Mudanza número tres. Chau Concordia, Entre Ríos. Chau naranjales, Parque San Carlos, Playa Las Palmeras, Cascadita de Dri, Costanera… Hola Bragado, Buenos Aires. Hola campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos. Nos mudamos a un edificio en pleno centro de la ciudad, al lado de la sucursal del banco. Al poco tiempo de haber llegado comenzamos con mi hermano “el rastrillaje”. Casi siempre, los vendedores de diarios eran nuestros informantes. —¿El personaje del barrio? Perejil, sin lugar a dudas. Búsquenlo acá a la vuelta, cerca de la plaza principal, anda siempre por ahí de mañana. Con el dato preciso, y después de un rato de intensa búsqueda, dimos con el susodicho. Era un hombre menudo, de unos sesenta años. Ojos negros chiquitos, canoso, de bigote ancho, nariz gruesa y algo orejón. Un pucho permanente en la boca y una boina visera completaban su estampa. Saludaba a todo el mundo, por lo que enseguida nos dimos cuenta de que era inofensivo. Y se caracterizaba por tener una manía muy particular, que no tardamos en descubrir. Habían pasado apenas unos minutos desde nuestra llegada, cuando al lado de Perejil se sentó un perro. Y fue en ese momento que este buen hombre comenzó su acto. Levantó al animal del suelo, le hizo algunas caricias y lo subió a un banco de la plaza. Le acomodó la postura, lo peinó un poco, le sacó lagañas y garrapatas y, una vez que estuvo satisfecho con su trabajo, se dirigió a los peatones diciendo algo así: “¡Muy buenos días señoras y señores!. Hoy estamos aquí para ofrecerles este hermoso ejemplar, apto para perro guardián o de compañía, para las tareas del campo o la ciudad. Un animal versátil, de muy buen porte, carácter dócil y pelaje suave. Se entrega peinado y desparasitado. ¿Cuánto ofrece el señor? —dirigiéndose a un transeúnte desprevenido que pasaba por ahí—, ¡Quinientos! Se lo lleva el señor de pullover gris a la una, a las dos…¿Quién da más?.... ¡Seiscientos cincuenta la señora de saco verde! —mientras la doña lo miraba con cara de no entender absolutamente nada—. Seiscientos cincuenta a la una, a las dos y a las…¡tres!, vendido a la señora de verde… no se va a arrepentir” Habíamos descubierto una joya. Al día siguiente volvimos por más y nuestras expectativas fueron superadas con creces. Una morocha de singular belleza atravesó la plaza. Rápido de reflejos, Perejil sacó a relucir sus dotes de galán y oficio de martillero y el remate comenzó de la siguiente manera: “Opa opa, pero miren este ejemplar femenino… qué figura escultural. Una verdadera hermosura, imposible resistirse al encanto de su pelo negro…¿quién se la lleva?... el caballero de la bicicleta ¿cuánto ofrece?...¡Dos mil! Excelente oferta. Pero atención que el señor maduro de barba que viene atrás parece interesado… ¡Tres mil quinientos ofrece, hay una puja fuerte ahí! Se agrega un interesado, el pelado de enfrente. ¿Escuché cuatro? ¡Si señor! Cuatro mil ofrece el pelado... ¡Cuatro doscientos el señor de barba! El que no ve el negocio se lo pierde ¿Quién da más? … ¡Cuatro ochocientos el pelado!… cuatro ochocientos a la una… cuatro ochocientos a las dos… ¡Cinco mil! Si señores, cinco mil ofrece el muchacho de la bicicleta. Vas a tener que vender la bici para pagar esta preciosura… se la lleva a la una… a las dos… y a las… ¡tres!, vendida por cinco mil al muchacho que se la lleva en el caño de la bicicleta.” Regresamos cada mañana a la plaza durante varios meses para verlo. Después de un tiempo nos empezó a saludar. A pesar de su locuacidad en los remates, no era de hablar mucho. Apenas nos contó que no tenía familia, que vivía sólo en una pensión, que le gustaba el chocolate y el tango. Empezamos a llevar papel y lápiz para registrar esos momentos increíbles y llegamos a armar una especie de antología de los remates. Entre algunas de sus subastas más memorables figuran la sucursal de Casa Tía, la escalera mecánica de la galería San Martín, un mimo, un disco de Raphael y dos testigos de jehová.

Con el tiempo, nuestros encuentros se hicieron más esporádicos. Paulatinamente, la edad y el tabaco fueron haciendo mella en la salud de Perejil. Después algunos meses nos enteramos que lo habían llevado al Asilo Municipal. De tanto en tanto íbamos con Iván a visitarlo y le llevábamos golosinas y algunos puchos escondidos. Una vez le regalamos un viejo pasacasete que había sido de la tía Nucha, con grabaciones de Julio Sosa, Piazzola y el Polaco Goyeneche.
En febrero del ´91 partimos con toda la familia rumbo a Uruguay, de vacaciones. Cuando regresamos del viaje, fuimos con mi hermano a verlo. Me extrañó no encontrarlo en su sillón favorito. Al rato nos salió a recibir Félix, su compañero de cuarto. Con la mirada fija en el suelo, a paso cansino, se fue acercando. Se paró frente a nosotros, nos agarró fuerte las manos, cerró los ojos y se largó a llorar…

Al poco tiempo nos volvimos a mudar. Chau Bragado, Buenos Aires. Chau campos de trigo, Parque Lacunario, Fiesta del Caballo y museos... hasta siempre Perejil. Hola Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Hola puerto, Paso Vera, Colegio Urquiza, isla Camba-cuá y cine San Martín. Después vino otra mudanza más... y otra…

Por eso, en mi caso, cuando la nostalgia me retrotrae al barrio (o, mejor dicho, a los barrios) de la infancia, la memoria se desorienta un poco y le cuesta focalizar en un punto específico. Cuando por fin, en su derrotero, logra ubicarse en Bragado, los recuerdos vienen siempre asociados a Perejil. Me lo imagino en algún supuesto cielo. Pleno, reluciente, vestido de blanco. Camisa y pantalón de lino, alpargatas, bufanda larga y la infaltable boina visera, el pucho a medio fumar en los labios, rematando sin parar ángeles, serafines y querubines al mejor postor… —¿¿¿San Pedro dijo novecientos por este hermoso y regordete ejemplar alado???


EL TRENCITO DE LA ALEGRÍA



Los niños entre 2 y 7 años tienen para mí una magia especial. No sabría precisar exactamente bien por qué, pero es  así. Quizás sea por su inocente sencillez, su sinceridad absoluta despojada de prejuicios, sus preguntas permanentes ante un mundo por descubrir a cada paso, sus respuestas irreverentes cargadas de razonamiento lógico, sus expresivas caras enmarcadas en gordos cachetes pellizcables, o seguramente la conjunción de todas ellas.
Lo cierto es que disfruto tremendamente al compartir momentos con ellos.

Por eso cuando mi hermana Judith me llamó…
- Hola nene ¿cómo estás?
- ¡Eeeey, hermanita! ¿Todo bien, vos?
- Bien querido. Te consulto ¿vos tenés algo que hacer hoy de cinco a siete?
- No, nada. Estoy al pedo full time desde que me rajaron del laburo ¿Por? ¿Me vas a invitar al cine?
- Pero no boludo. Escuchame una cosa. Mora tiene el cumple de Sofía, la amiguita del jardín, la rubiecita esa que la mamá da clases de pilates y el papá tiene la mueblería ¿te ubicás?
- …
-¡Pero que te vas a acordar vos si vivís en una nube de pedos! Bueh, no importa. El tema es que yo no la puedo acompañar porque tengo turno en el médico y Ezequiel sale de la oficina a las ocho. ¿Vos me podrás hacer la gauchada de acompañarla? Salen de la puerta de la casa de Sofi con el trencito de la alegría. La mamá pidió si podían ir algunos adultos más para  acompañar a los chicos ¿puede ser?¿Puede ser?¿Puede seeeeeerrrr?
-Si, si, siiii nenaaa. No hay problema. A las cuatro y media la paso a buscar. Pero te va a salir caro esto.

… accedí rápidamente.

Intuía una buena oportunidad para disfrutar de una tarde de tío-sobrina, más aún cuando me enteré que el cumple era a bordo del “trencito de la alegría”.

Yo no sé si en todos lados será igual, pero en mi pueblo, se estila mucho festejar los cumpleaños infantiles a bordo de un ómnibus o colectivo reformado, la mayoría de las veces en forma de tren o lancha, con capacidad para varios pasajeros, el cual hace un recorrido por la ciudad con el cumpleañero y todos sus invitados al ritmo de los éxitos musicales infantiles del momento.  El “servicio” que ofrece el trencito, también incluye reparto de golosinas y la infaltable animación de tres o cuatro personajes (N. de la R.: léase adultos ataviados de imperfectos disfraces que emulan a los íconos infantiles del momento a cambio de un magro sueldo), a elección del agasajado.

Justamente la semana anterior había escuchado una entrevista que le hicieron en el programa “Nuestra Gente” de FM Latidos (91.3), al vasco Sarrieguiberry,  propietario del trencito del pueblo, quien comentaba en la nota que “el personaje que más piden los gurises es el Sapo Ernesto, sin dudarlo. Pero ojo que hay otros que salen bastante como los super héroes y las princesas.   A algunos  también les gustan Bob Esponja y nunca faltan los clásicos de todos los tiempos como el Pato Donald  o Mickey”.
Estos nobles laburantes son dignos del mayor de los respetos. Enfundados en esos pesado y calurosos trajes de fieltro, gomaespuma y pana, en pleno verano…íntegros…estoicos allí  dentro, sin dejar jamás de aplaudir, arengar y bailar, mientras se adivina en sus ojos de tela una mueca de sufrimiento. Incluso a veces teniendo que soportar la crueldad de los pequeños, quienes arrastrados por su curiosidad y espíritu crítico, alcanzan a adivinar la falsedad identitaria de los personajes al grito de ¨¡VÓNOSÓMIKIMAUS!¨, llegando en ocasiones hasta la agresión física contra los impostores.

Pero bueno, volviendo al relato, a las 16:30 en punto toqué el timbre en casa de mi hermana…

- Hola nene. Gracias por venir.
- De nada hermanita. ¿Dónde está la chiquita del tío?
- Ahí se estaba terminado de cambiar. ¡Dale Moraaaa!
- ¡Hola tíoooo!
- ¡Hola hermosa, que lindo abrazo! Decile chau a la pesada de tu madre, que en breve empieza la diversión.
Mi hermana  me despidió con el dedo mayor de su mano derecha extendido.

Llegamos al cumple justo a horario, cuando los invitados comenzaban a subir al trencito.
Nos ubicamos al fondo para tener una mejor perspectiva de todo lo que pasaba.
La escena era tierna y divertida. Los padres y abuelos cantaban al ritmo de la música y me dejé llevar por las palmas. Los globos, las guirnaldas, las canciones, todo estaba teñido de color infancia.
Hasta que subió Cenicienta.
Y acá permítanme abrir un paréntesis y aclarar algo. Hacía poco más de dos meses, que me había separado de mi ex pareja, y desde entonces no había vuelto a salir con ninguna mujer. A esa altura, ya veía con buenos ojos la mayoría de las representante del género femenino entre 25 y 55 años… casi sin excepción.
Por eso cuando apareció Cenicienta, se me salió el corazón del cuerpo. Una morocha divina de unos 30 años. Sumado a eso el morbo de verla con ese disfraz, formaba un combo explosivo, provocándome una revolución hormonal instantánea. Imaginé miles de momentos junto a ella en esos en unos breves instantes… en el parque, en la playa, caminando bajo la lluvia, enamorados. Cuando de repente Mora me volvió a la realidad.
-          ¿Tío estas bien? ¿Por qué tenés esa cara?
Me imagino como me debe haber visto pobre criatura. No podía disimularlo. Enseguida mi patética situación se hizo evidente, porque la primer palabra que quise dirigirle a Cenicienta fue un desastre… no recuerdo que estupidez le  dije pretendiendo ser ocurrente. Lo que si recuerdo es que después de escucharme, la morocha me rebajó con la mirada y me frenó en seco con un contundente “sos un desubicado”.

Desesperación + Falta de “training” + Ambito inoportuno = ROJA DIRECTA.

Derrotado y sin chances decidí enfocarme nuevamente en mi sobrina y el cumple.
Cantamos canciones, hicimos juegos, un mago hizo unos trucos bastante rudimentarios pero efectivos, y en un momento empezó el baile.
Cuando estábamos en plena danza con Mora y en lo mejor de la fiestita, se nos acercó la Pantera Rosa. Al principio lo tomé como algo normal, como parte de su trabajo, digamos. Después la cosa se enrareció un poco. Me di cuenta que se quedaba con nosotros más de la cuenta. No bailaba con otros papás o mamás. Y en vez de bailar con la nena, bailaba conmigo, con movimientos sensuales. En definitiva y para ser directo: la Pantera Rosa me tiraba onda.
En un momento se armó un trencito. Ahí ella se puso adelante mío, me agarró las manos y me las puso con firmeza en su cintura, mientras meneaba las caderas, al ritmo de una canción de Xuxa que sonaba a todo volumen.
Y uno no es de fierro.
Yo sé que diez minutos antes me estaba por casar con Cenicienta, pero mi condición hizo que me diera igual felina que princesa, así que me dejé llevar. Agarrado a sus caderas movedizas, pude adivinar la turgencia de su cuerpo, mientras me invadía su exquisito perfume.
Yo ya estaba como loco, no tenía idea donde estaba mi sobrina, y después de un rato de histeriqueo mutuo, de un ida y vuelta de mensajes encriptados en clave sensual, justo en el fragor de esa adrenalina cúlmine del levante, en el momento de mayor tensión pseudo-erótica, la pantera se de vuelta, me rodea el cuello con sus brazos y acercando su cara (o más bien su máscara) a mi oído me dice “Me llamo Luli ¿Qué tenés que hacer esta noche, lindo?”.

Hubiese sido la gloria total, de no ser por un pequeño detalle: mi nueva pretendiente enfundada en su traje rosa, tenía la voz muy parecida a Julio Sosa, el varón del tango.
Me alejé hacia atrás de un salto, sin poder ocultar  lo chocante que fue para mí la situación, no porque juzgue la elección sexual de las personas, sino porque no me lo esperaba y quedé descolocado. Igualmente traté de ser cortés con la respuesta: “Te agradezco mucho, pero me gustan las chicas”. Pero ante mi negativa Luli redobló la apuesta y continuó con su insistencia y después de un rato, el/la muchach@ ya se había puesto demasiad@ pesad@.
Traté de controlarme y ponerle paños fríos a la situación entendiendo el contexto donde estábamos, pero cuando la pantera intento manosearme, la cosa me sobrepasó. Y mi reacción, si bien reconozco que puede considerarse algo exagerada, fue totalmente instintiva... l@ acosté de una trompada.
Y ahí se armó la hecatombe. Enseguida el Hombre Araña y Pikachu saltaron a defender a su compañera de trabajo y se me tiraron encima. Los cuatro trenzados en batalla campal mientras la escena se completaba con niños llorando, padres y abuelos intentando separarnos y gritos de terror. Hasta que después de varios minutos de caos, el trencito se detuvo en la comisaría 6ta.


Todavía me tenían esposado en la sala de espera, cuando  la vi pasar a mi hermana que había ido a retirar a Mora.  Su mirada fulminante me obligó a bajar la vista. Intentar una disculpa en ese momento hubiera sido absolutamente inútil, por lo que no emití sonido alguno.
Al poco tiempo un policía me llevó a la celda y me encerró con un travesti. Era Luli, ya desprovista de su traje. Ya más calmado, le pedí disculpas. Ella también se disculpó, me dijo que entendía que se había sobrepasado, que no suele hacer esas cosas, pero que yo realmente le había gustado mucho y que hacía rato que no le pasaba eso con alguien y otras cosas en ese sentido.  Mientras me hablaba, me sorprendieron sus rasgos delicados, marcadamente femeninos. Nos quedamos charlando un rato, me contó cosas de su vida, hasta que vino el policía. “Hicimos averiguación de antecedentes. Los dos están limpios. Se pueden ir”. 
Cuando nos despedíamos en la puerta de la comisaría Luli me dio un papelito con su número de teléfono, me guiñó el ojo y se fue.

Mientras se alejaba, hice un bollo con el papel  y estuve a punto de tirarlo. Pero algo me detuvo.
Contemplé por un largo rato el papel en la palma de mi mano.
Finalmente lo desarrugué, lo doble prolijamente en dos y lo guardé en la billetera…


miércoles, 22 de agosto de 2012

ENCRUCIJADA


Para que puedan entender cabalmente la historia que les voy a contar a continuación es necesario que les haga un breve repaso de mi historia personal con los dos protagonistas de la misma.
Porque para comprender ese instante, ese momento, ese breve y angustiante lapso de indecisión e incertidumbre, es indispensable desmenuzar el pasado, entender las causas y los designios del destino que hacen que se den en nuestras vidas situaciones límites, que nos coloquen ante encrucijadas tales, que nos obligan a tomar decisiones tan complejas y trascendentales.

El primer personaje de esta historia es mi amigo Calandria.
Raro apodo pensará usted, si es una persona de la gran ciudad.
Pero mi amigo Calandria es oriundo la localidad de Diamante, la perla del oeste entrerriano, cuna de los Hermanos Cuestas y de tantos otros personajes ilustres de renombre nacional e internacional, conocida también como “la ciudad blanca”, por las arcillas claras que forman sus barrancas que flanquean el río Paraná.
Cuenta la leyenda que Mirta, la madre de Calandria, tenía a su cargo 8 niños (entre hijos y sobrinos).
A Calandria (por ese entonces todavía Cristiancito de uno o dos años de edad) le gustaba andar vagando en el patio, por lo que la madre solía dejarlo varear en el fondo. Cuando el aburrimiento o alguna circunstancia provocaban el llanto de Cristiancito, Pocha, la vecina, le avisaba a Mirta por arriba del murito que oficiaba de medianera que al niño le aquejaba algún mal, pero lo hacía de una manera muy particular “Doñaaaaa… llora la calandriaaaa”  le decía. Desde entonces Cristian es Calandria para propios y extraños.

Nos conocimos en Rosario por esas cosas del destino, ya que nuestras respectivas ex novias eran compañeras de la escuela secundaria. En estos casos uno muchas veces tiene que acceder a compartir una salida en parejas con algún nabo que da la puta casualidad que es el novio de la amiga de tu novia. Y cuando tu media naranja te dice “Amor,¿ esta noche salimos con Micaela y Jeremías?”, a vos no te queda otra que decir que si con tu mejor cara de póker, porque
sabés que si hacés buena letra capaz que a la noche la ponés, aunque para eso tengas que tragarte al pelotudo de Jeremías que juega al rugby en el torneo intercountris, que no le interesa el fútbol, que no bebe alcohol, que de lo único que sabe hablar es de su un auto tuning y encima escucha a Arjona y la reputísima madre que los parió.
Pero afortunadamente este no fue el caso. Desde el primer día que salimos con Calandria y las que entonces eran nuestras respectivas novias, nos hicimos compinches y con el tiempo a pesar de tener puntos de vista muy distintos en muchas cuestiones dela vida, llegamos a hacernos grandes amigos. Dueño de una personalidad difícil de encuadrar, podría decirse que es una mezcla rara de Maradona, Mirtha Legrand y Leo Mattioli.  Ante una primera impresión, puede aparentar ser un tipo de esos que sólo te cuentan las ganadas, materialista, machista y sin sentimientos. Pero detrás de esa fachada, hay un tipo sensible, de pueblo, muy divertido, apasionado del futbol y la cumbia, que hace un culto de la amistad, al que le gusta más la cerveza que los churros rellenos los días de lluvia. Podría afirmar, sin temor a equivocarme, que Calandria es la persona que conozco, que más litros de cerveza ha ingerido en su vida, por lejos. Y mirá que el resto de mis amigos no son ningunos nenes de pecho, pero Calandria les pasa el trapo a todos, lejos. Para él, la cerveza es un líquido vital… como el néctar para una abeja hambrienta, como el alpiste para un canario enjaulado… es casi su religión.

Pero como todo en la vida tiene su costo, tantos litros de malta fermentada, hicieron mella en la figura de mi amigo y los kilos empezaron a depositarse en su cuerpo paulatina y progresivamente. Hace 5 años, cuando la balanza empezó a sobrepasar las tres cifras y debido a algunas lesiones desafortunadas, mi amigo abandonó las canchas de fútbol, aquellas que había pisado por primera vez en las categorías inferiores del Deportivo Strobel y que más tarde lo vieran defendiendo los colores de Defensores de Diamante, equipo en el que brillara como marcador central y joven promesa durante su adolescencia, cuando regaba de calidad y prestancia el verde césped con la 6 en la espalda.

Después de 5 años de resignación y abandono, Calandria decidió, por una cuestión de salud y de amor propio, que era momento de bajar de peso y volver a los 85 kilos que alguna vez supo tener.
A base de sacrificio, dieta, preparación física y aflojarle un poco al porrón, mi amigo empezó lenta, pero sostenidamente a bajar de peso.
Después de casi diez meses de esa rutina, había llegado casi a su peso soñado y en una de las noches de asado y póker con la barra anunció orgulloso: “Muchachos, el mes que viene vuelvo a las canchas”. Todos nos alegramos, lo felicitamos y ya empezamos a tirar fecha para el evento porque todos queríamos estar presentes.
“El 1 de Diciembre lo hacemos en la canchita del club” acordamos.
Y así quedamos en firme para esa fecha.

El día del partido estábamos todos. La muchachada, como premio y reconocimiento al esfuerzo de nuestro compañero, le regaló una camiseta de River (equipo del cual Calandria es hincha) con el 6 en la espalda y su apodo inscripto en letras doradas.
Yo me sentía contento y emocionado por el regreso a las canchas de mi amigo.
Se acercaba el horario de comienzo del partido y ya estábamos casi todos en la cancha haciendo el calentamiento previo.
- Che ya son casi las 5, y falta gente ¿Cuántos somos?, preguntó inquieto el Tete.
- …6, 7, 8… faltan dos, contesté después de hacer un escrutinio rápido con el dedo índice.
- Si, me avisó el Pato que se iba a demorar 10 minutos porque venía con un amigo de Buenos Aires que estaba llegando, aclaró Mauri.

El Pato  siempre llegaba tarde a los partidos. Había sido representante de jugadores en los ’90 y ahora tenía una casa de deportes en el barrio Echesortu.  Siempre aparecía con camisetas que de algún futbolista famoso, botines último modelo y nos contaba los chismes y puteríos del mundillo del fútbol, porque sabía que a nosotros nos encantaban esas cosas.

- Che vamos arrancando que yo a las 6 me rajo, propuso Mauri
- Bueno, hacemos pan y queso vos y yo, me dijo el Tete.

Para el que no sabe, el “pan y queso” es un método ancestral utilizado para la elección de los equipos. Para ejecutar el mismo se procede de la siguiente manera. Se designan dos jugadores que serán los responsables de la elección de un jugador por vez, de manera alternada, para ir armando sus respectivos cuadros. Estos se enfrentan a una distancia prudencial (entre 3 y 5 metros aprox.) y comienzan a dar pasos a lo largo de una línea recta imaginaria que los une (un pie cada vez, una vez cada uno), pero con la particularidad de que el taco del pie que se adelanta siempre toque la punta del pie de apoyo. Entonces el primero que da el paso dice “pan”, y el otro emula el movimiento a la voz de “queso”.  Se repite la secuencia descripta anteriormente hasta que el pie de uno de los dos pisa al pie del otro. Esto lo habilita a elegir primero, con la consiguiente ventaja deportiva, ya que si uno es lo suficientemente inteligente, tiene la opción de elegir al más habilidoso en primera instancia para que integre su equipo. La elección se hace a viva voz “Elijo a Jorge”, por ejemplo, y ese jugador ya se viene para el lado donde está el que lo eligió. En este tipo de sistemas de elección siempre hay algo de crudeza y/o crueldad, ya que para el final van quedando los más troncos, situación que evidencia y deja al desnudo el desprecio de quienes eligen y que se transforma en un angustiante puñal para los que esperan no ser elegidos últimos.

Arrancamos el pan y queso con el Tete y gané yo. Por lo tanto me tocaba elegir.
En cualquier partido normal, lo hubiese elegido a Jorgito Fabricuis, que la rompía… era un crack, lo que se dice “un mostro internacional pal fobal”. Pero éste no era un partido normal.
Mi amigo Calandria volvía a las canchas, así que como muestra de afecto y reconocimiento decidí elegirlo a él.
Cuando me aprestaba a comunicar mi elección lo vi entrar a la cancha al Pato con un tipo que me resultó familiar. Lo tuve que mirar varias veces para reconocerlo. Los kilos de más, y el pelo corto hicieron más difícil que pudiera darme cuenta, por fin, que no era otro que el mismísimo José Luis Rodríguez… “El Puma”. Y no hablo del cantante, autor de “Agarrense de las manos” y tantos otros hits sino del otro José Luis Rodríguez… el futbolista,  el “Puma”como lo apodaban los periodistas deportivos… “Cacho”para los íntimos.

Y acá me voy a detener para explayarme sobre el segundo personaje protagonista de esta historia.
Para el que no es un seguidor del fútbol quizás el nombre no le suene muy conocido. Pero les voy a decir que el Puma es uno de mis mayores ídolos futbolísticos.
José Luis Rodríguez llegó a Rosario Central en el año 1992, proveniente del Deportivo Español, club con el que había salido goleador el campeonato anterior.
Coincidió su llegada al club de mis amores, con mi época de mayor fanatismo, lo que exacerbó quizás su figura en mi apreciación.
Era un jugador fantástico, goleador nato, muy difícil de marcar y con buena técnica. Pero lo que más me gustaba es que era tremendamente camorrero , bien de potrero, aguerrido como pocos.
El día del debut del Puma jugamos contra River en el Monumental y él hizo el gol del triunfo para el 1 a 0 que nos trajimos de Nuñez.  Ahí empezó el idilio entre el Puma y la hinchada y enseguida surgió un enamoramiento recíproco.
Por eso, cuando lo reconocí, no pude contenerme y fui a abrazarlo. “Cacho…ídolo…gracias por tantas alegrías”  le dije emocionado. El Puma me miró sonriente me palmeó la espalda y me contestó: “Entre canayas no hay nada que agradecer hermano”. Creí estar en el paraíso. Enfrente mío estaba mi ídolo, con el cual estaba por jugar un partido de fútbol, igual que en mis mejores sueños cuando en un Gigante de Arroyito repleto tirábamos paredes con el Puma y nos abrazábamos en un eterno grito de gol.

Pero de repente, en medio de ese estado hipnótico de felicidad, el Tete me volvió a la realidad con una frase que me movilizó tremendamente… “¿Y? ¿Vas a elegir o no?”
Y ahí me di cuenta que la vida me había puesto en una terrible y cruel encrucijada.
Tenía que elegir yo primero. Y las opciones eran claramente dos: El Puma versus Calandria. Mi ídolo versus mi amigo. Poder cumplir “el sueño del pibe”, una fantasía hasta ese momento inalcanzable versus reafirmar la lealtad y el reconocimiento hacia mi amigo a quien tanto sacrificio le costó volver a las canchas.
Parado en el círculo central de la cancha, levanté la vista antes de tomar una determinación y los observé a los dos.
El Puma estaba totalmente ajeno a la situación, haciendo jueguitos con la pelota mientras conversaba con los muchachos.
Calandria en cambio, me miraba expectante, con el nerviosismo de un pibe de las inferiores que está esperando que el técnico lo nombre para integrar la lista de concentrados por primera vez.
Mi cerebro funcionaba a mil. Sudaba, dudaba, pensaba.  Evaluaba pros y contras de cada decisión en milésimas de segundo.
Finalmente, la voz de mi conciencia pudo más… y lo elegí a Calandria.
Mi amigo me miró contento y me palmeó la espalda.
Yo guardaba la secreta esperanza de que el Tete (a quien le tocaba elegir a continuación), se apiadara de mí y eligiera a otro jugador, dejándome la posibilidad de que mi ídolo fuera parte de mi equipo, máxime siendo que el no era hincha de Central.
- “Elijo al Puma” dijo mirándome de reojo, con una sonrisa socarrona.
Un puñal helado se me clavó en el alma. Mi sueño se desvanecía por completo de forma irreversible.
Terminamos de elegir los equipos y comenzó el partido.
Mi equipo quedó conformado por el Pato,
Saltiveri, el Flaco Cortalesi, Calandria y yo.
El otro equipo con el Tete, Jorgito,
el loco Maxi, Mauri y el Puma
El desarrollo del mismo fue algo anecdótico.

Perdimos 19 a 2.
Calandria no la vio ni cuadrada y el Puma la descosió.
Los del equipo contrario se cansaron de tirar paredes y lujos y nos pintaron la cara.
Cuando sonó el timbre que indicaba la finalización del partido, caí al césped sintético arrodillado, como desplomado, totalmente abatido futbolística y psicológicamente.

- El que pierde paga la cerveza ¿no? Preguntó el Tete con ironía.
- Más vale, ¿o te pensás que vamos a arrugar por unos porrones pedorros?, contraatacó rápido y desafiante Calandria.

Después de eso, se me acercó y de manera discreta me separó del grupo como para decirme algo.
Me puso una mano en el hombro y pensé que me iba a agradecer por el gesto de haber renunciado a la posibilidad de jugar con mi ídolo y haberlo elegido a él como compañero de equipo.
- Che… ¿no me prestarías algo de plata para pagar la cancha y los porrones que ando crocante de seco?
- Si … está bien, no hay problemas
, le contesté tajante y masticando bronca.

- Bueno muchachos, nos vamos ¡Qué sorpresita les traje! ¿eh
?, dijo el Pato abrazando al Puma.
- Chau a todos, nos vemos, se despidió el Puma. Mientras lo veía alejarse, hubiese pagado varios miles de pesos por poder volver el tiempo atrás para elegirlo a él, pero lo hecho, hecho estaba.

Nos despedimos del resto de los muchachos y nos subimos a mi auto con Calandria, ya que yo lo iba a acercar hasta la casa.

- ¡Que groso el Puma!
- Si, un fenómeno
, le contesté en seco
Nos paró el semáforo y no me pude contener de preguntarle
- ¿Vos que hubieras hecho?
- ¿Qué hubiera hecho de qué?,
me contestó Calandria sin entender mi pregunta.
- ¿A quién hubieras elegido si estabas en mi lugar? Por ejemplo si en lugar del Puma hubiese estado Francescoli y el que volvía a las canchas era yo.
- ¿Te tengo que decir la verdad?
- Si
- Al Enzo, de acá a la China.
El resto del camino estuvimos sin hablar. Llegamos a la casa, agarró el bolso y se bajó. Antes de entrar, volvió sobre sus pasos, asomó la cabeza por la ventanilla del lado del acompañante que había quedado abierta y me dijo:
- A ver si la semana que viene nos ponemos media pila para jugar porque hoy dimos asco.
Lo miré fijo a los ojos por varios segundos con un odio visceral.
- Bueno loco, nos vemos, me dijo ignorando por completo mi reacción.
Todavía hoy, 10 años después de aquel episodio, me despierto algunas noches soñando con ese partido… supongo que ya se me va a pasar.

miércoles, 25 de julio de 2012

EL ÚLTIMO CAMPAMENTO


Cada vez que recordaba esa experiencia, me preguntaba  cómo es que hacen los boyscouts para andar de campamento tan correctos, tan pulcros, con sus uniformes siempre prolijitos, con los tres deditos para arriba, “siempre listos”.  Encima, como si eso fuera poco, los guachos te prenden una tremenda fogata con dos palitos chotos o te hacen una canoa con cuatro ramitas de mierda…. ¿cómo hacen?,  me volvía a preguntar.
Y después de analizarlo y meditarlo mucho tiempo llegué a una inequívoca conclusión: el tema es que los tipos no escabian… y así cualquiera.
Sabido es que la madre de todas las desgracias en los campamentos no es otra que la bebida… el alcohol, para ser más preciso.
Porque cuando en el campamento la gente arranca con el escabio, comienza un espiral ascendente de descontrol que termina inexorablemente en quilombo. Es así.
Incluso hay estudios científicos que lo demuestran.

En la prestigiosa Universidad del Ort, de la República Oriental del Uruguay, el renombrado estudioso de las ciencias antropofísicas,  y titular de la cátedra “Salud, esparcimiento y medio ambiente”, Licenciado Maximiliano Miguel Patetta, realizó un interesantísimo estudio con dos grupos homogéneos de campamentistas, en dos locaciones similares, con idénticas raciones de alimentos (sánguche de milanesas de carpincho y empanadas de tero), a los que sometió a dos tratamientos diferentes, lo que constituía la única diferencia entre ambos: la bebida.
Al grupo testigo o “Grupo A” se le suministró bebida gaseosa, agua saborizada, soda, gatorei y aperitivo serrano sin alcohol. Para la sobremesa todo tipo de infusiones (te, mate cocido, café descafeinado, etc.)
Al otro grupo o “Grupo B” se le suministraron bebidas alcohólicas varias (aperitivos, cerveza, vino, espumantes, etc) y para la sobremesa todo tipo de licores y whisky.
Luego de 60 (sesenta) minutos de finalizadas las respectivas ingestas, se registraron los comportamientos de cada grupo.
Transcribimos a continuación las anotaciones del Lic. Patetta:

“GRUPO A: Este grupo se mostró muy civilizado y relativamente tranquilo. Se dividieron voluntariamente en pequeños sub-grupos según  afinidad y se establecieron charlas formales e informales luego de las cuales se asignaron rangos dentro del grupo para la ejecución de distintas tareas coordinadas (armar las carpas, cocinar, lavar los platos, recolectar madera para el fogón, etc.) Durante el fogón de camaradería se desarrollaron espectáculos artísticos de diversa índole tales como recitados, poesía, teatro y música (se interpretaron piezas de música clásica, boleros y temas de Arjona, entre otros) luego de lo cual cada uno de los individuos se dirigió a su respectiva carpa a descansar, después del aseo personal correspondiente.

GRUPO B: Arrancó con bardo de entrada nomás. Este grupo se comportó de manera primitiva y violenta, con un claro sobredimensionamiento y exacerbación de las emociones. Las comunicaciones interpersonales eran prácticamente imposibles, ya que todos gritaban al mismo tiempo, tornando inviable la lógica comunicacional emisor – receptor.
No hubo tareas asignadas, organización o actividades coordinadas de ningún tipo y reinaba el más absoluto anarquismo. Para el fogón, como las únicas ramas que habían juntado los más lúcidos estaban húmedas y verdes, algunos comenzaron a arrojar sus pertenencias para avivar el fuego (ropa, calzado, documentación personal, etc.). Las únicas expresiones artísticas (si así se pueden denominar) fueron unas pocas canciones picarescas subidas de tono
(“aro, aro, aro…”; “ayer pasé por tu casa…”; “una vieja y un viejo…” y cosas por el estilo), un concurso de zapateo que terminó con un participante con esguince de tobillo y un cantor desafinado al cual era bastante difícil comprenderlo,  interpretando temas del recuerdo de grandes autores rioplatenses (Los Iracundos, Los Wawancó, Donald, Palito Ortega, Sergio Denis y Miguel “Conejito” Alejandro, entre otros). Más entrada la noche se produjo una trifulca entre dos bandos enfrentados: cumbia vs reggaetón, que se trenzaron a golpes de puño para dirimir sus diferencias, lo que terminó en una batalla campal con algunos heridos de consideración que fueron derivados al hospital Milton Tabaré Churruca y otros tantos que se dirigieron al citado nosocomio a internarse por voluntad propia.

Las irrefutables conclusiones a las que arribó el catedrático, no hacen más que confirmar mi hipótesis original que la fórmula “alcohol + campamento” lo pudre todo.
Además, y en consonancia con las investigaciones del Licenciado Patetta, mi experiencia personal me permitió ratificar que esto es así.

Fue para Abril del ´97, si mal o recuerdo, que decidimos ir de campamento con toda la muchachada. Nos dirigimos con el auto del Dr. Chufardi hacia la localidad de Monje, pueblito enclavado a la vera del río Coronda en la provincia de Santa Fe, a unos 70 km al norte de Rosario.

El líder de la expedición, por conocimiento y experiencia, era el Dr. Chufardi. Si bien le decíamos doctor, en realidad no era médico, sino profesor de educación física. Pero el título era una mención especial que la barra le había otorgado, algo así como una distinción honoris causa.
En el 147 de Chufardi íbamos Soto, Iván, el mencionado dueño del auto  y yo. El Fiat cargado hasta los ejes: carpa, sol de noche, bolsas de dormir, muchos  artículos de pesca y una heladerita repleta de bebidas de la más variada índole, para nuestra futura desgracia.
El resto de los muchachos (Lorenzo, Leonardo y el manco Botta) venían en el rastrojero del Leo, que usaba para hacer los repartos de la verdulería.
El Oreja venía más atrás, con su madre en el auto familiar, ya que aprovechaban el viaje para visitar unos parientes que vivían precisamente en Monje.
El destino había sido recomendado por el mismo Oreja, que había visitado el pueblo en oportunidades anteriores y según sus textuales palabras “se arma tremenda joda en el camping de Monje para semana santa”.

Llegamos a destino y el camping estaba cerradísimo.
No sólo eso… parecía no haber un alma a kilómetros a la redonda.
Lo único que faltaba era que pasaran esas bolas de pasto rodando, impulsadas por el viento, como en esas películas del lejano oeste, para terminar de darle a la escena un aspecto ciertamente desolador.
No terminamos de llegar que las miradas acusadoras se posaron en el Oreja, y no tardaron en llegar los comentarios agresivos hacia nuestro guía
- ¿Cuándo empieza la tremenda joda che?
- En el geriátrico donde está mi bisabuela hay más movida que en este pueblo …
- Boludo, y yo que me olvidé de traer forros ¡con lo que vamos a ponerla acá!...  
le recriminaban irónicamente el resto de los presentes.
- Pará, pará. Algo pasó acá. Lo voy a llamar a mi primo Juan Carlos, que vive acá a ver qué onda, se defendió el Oreja dirigiéndose al teléfono público que había en la entrada del camping.
- Hola, ¿Juanca?... que hacés, soy yo, tu primo ¿Cómo andás che?…si, si todo bien ¿vos?... Escuchame una cosa, estoy acá en Monje y el camping está cerrado y parece que no hay nadie en el pueblo y… aaaaa… aaaa…claaaaro…si, si, te entiendo… ahá… ahá…ahá…uuuu, que cagada… bueno, bueno, listo Juanca, un abrazo… nos vemos.
- ¿Y qué pasó?,
pregunté impaciente…
- Hoy es la procesión a Maciel. Va todo la gente caminando hasta la iglesia del próximo pueblo, por eso no hay nadie. Hoy es San Eriberto Nadador, patrono del pueblo.
- ¿Y el camping?
- Lo clausuraron el fin de semana pasado por venta de alcohol a menores.
- ¡Aaaaaa pero no podemos estar más salados! ¿Y qué hacemos ahora?
Resignados, sin demasiadas opciones y ya que estábamos ahí, decidimos meternos igual al camping , total lo único que necesitábamos era un lugar para clavar las carpas.
Después de  armarlas, empezamos a probar suerte con la pesca. El día estaba ideal y el sol que se reflejaba en la quietud del río invitaba a mojar los anzuelos… pero después de dos horas y cuarto transcurridas sin sacar una mísera mojarrita o un puto cornalito, el aburrimiento y el calor comenzaron a dar lugar a la bebida y los efectos de la misma, al vandalismo.
La gente abandonó las cañas y la casilla de entrada al camping fue saboteada por los más desacatados del grupo y de la misma extrajeron unos remos, salvavidas y carteles viales que empezaron a ser utilizados para diversos fines lúdicos.
Un pescador que pasaba con su canoa (hoy me pregunto de que carajo vivía ese cristiano, porque ese lugar era sólo comparable con el Mar Muerto), vio la escena y se paró en la canoa haciéndonos la típica seña con la mano abierta colocada en forma horizontal realizando un pequeño vaivén hacia adelante y hacia atrás, que podría traducirse como “ya van a ver” o “ van a cobrar” o algo por el estlo.
Pero la muchachada, lejos de amedrentarse, aumentó la escalada de descontrol y locura, respondiéndole al pescador con otros gestos algo más obscenos (como por ejemplo “ la gran Michael Jackson”, que se realiza con la mano derecha agarrándose los genitales en forma envolvente, entre otras) , llegando incluso a arrojarle objetos contundentes.

No me acuerdo que fue lo que comimos al mediodía (si es que comimos algo), recuerdo sí, que a la tarde se retomó la pesca, con idéntico resultado que la pesca matutina, salvo un (1) pique que tuvo el Leo, que había dejado la caña tirada y cuando recogió la línea trajo la cabeza de un moncholito (la cabeza sola). Luego se realizó una expedición por el pueblo donde se intentaron poner en marcha algunas máquinas de Vialidad Nacional que se encontraban abandonadas cerca del lugar, lo que (afortunadamente ) no se logró, culminando la tarde con un paseo por las inmediaciones del camping y al pasar por un corral de vacas de un tambo vecino se armó la guerra de bosta entre dos bandos.

Cayó la noche y después del aperitivo de rigor, empezamos a preparar la cena, y como era de esperar, comenzó a circular el típico vino tinto entre los presentes.
Después de comer, se armó el fogón de sobremesa, al borde de la barranca y empezó la guitarreada. Hasta ahí la cosa iba por carriles medianamente normales, pero en el momento cumbre de la noche, cuando entre ronda y ronda de tequila, sonaban los acordes de un rock and roll de Pappo a todo volumen, con la muchachada cantando a garganta pelada, Ivan … Ivancito, no tuvo mejor idea que echar un chorro de kerosene del sol de noche al fuego…si, si, un litro de kerosene (aprox.) directamente al medio de la fogata.
Automáticamente una llamarada de tres metros de alto iluminó la escena, provocando la estampida de la muchachada.
Algunos, entre los que me yo me encontraba, nos asustamos bastante, mientras que para otros el kerosene fue como una inyección de adrenalina en el centro del corazón.
El manco Botta, casi poseído por Helios, tomó larga carrera y realizó un increíble salto sobre las llamas, desapareciendo en la oscuridad para nuestro asombro.
Extasiado, el Oreja lo siguió, emulando el salto con idéntica destreza, elegancia y precisión.
El resto de los presentes rompimos en un cerrado aplauso.
Fue un espectáculo dantesco combinado con una demostración de acrobacia y elasticidad dignos de un espectáculo de “Choque urbano”, “Fuerza Bruta”… o alguno de esos.
Pasaron varios minutos de aplausos y los acróbatas no regresaban.
La mayoría nos quedamos quietos y expectantes, pensando que estaban preparando un “bis”, o algún otro número para sorprendernos.
Hasta que el Dr. Chufardi se dio cuenta de lo que verdaderamente había pasado: “¡La barranca!”, gritó.
En el fragor del momento, ni el manco ni el Oreja se percataron que detrás de la fogata había una barranca de más de dos metros.
Cuando fuimos a verlos estaban los dos despatarrados, barranca abajo, en la orilla del río sobre el barro, con la forma de esos muñecos que dibujan con tiza en el suelo en la escena del crimen.
Enseguida se armó una mega operativo de rescate, con Lorenzo a la cabeza, que incluyó una cadena humana de salvataje para poder socorrer a nuestros accidentados amigos.
“Vamos, vamos, yo no dejo que nadie me muera” arengaba Lorenzo al equipo de rescate en una incomprensible expresión pseudo idiomática.
El primero en ser rescatado fue el Oreja.
Tratamos de acercarlo al fogón para que deje de temblar pero fue inútil.
Se empezó a poner pálido, no paraba de vomitar y lloraba al grito de “llévenme con mi mamá, llévenme con mi mamá”(sic)
Chufardi e Iván, que en ese momento eran los más lúcidos del grupo, decidieron llevarlo a la salita médica de primeros auxilios del pueblo. Cuando el médico de guardia vió al paciente se asustó bastante… porque la verdad por su apariencia, era digno de temer: zapatillas negras, medias de fútbol canallas hasta arriba de la rodilla, jean cortado tipo bermuda, buzo a rayas con las mangas que le tapaban las manos, barbudo y peinado con rastas.
Luego de una certera inyección intramuscular los muchachos volvieron al camping con el Oreja bastante demacrado para ser sincero y con un gesto muy adusto, pero por lo menos se podía mantener de pie y había parado de vomitar.  Lo metimos a la carpa y lo tapamos para que se recupere.

El manco fue rescatado en segundo término. Todo embarrado y en avanzado estado de ebriedad de casualidad podía hilvanar palabras.
- Chicos me siento mal
- No pasa nada manco.
- Pero en serio me siento mal
- ¿Pero que te duele?
- La panza
- Tranquilo loco, ya se te va a pasar
- Pero me cago chicos… me cago
Automáticamente lo levantamos entre Soto y yo, agarrándolo uno de cada brazo (bueno…yo del muñón) y aceleramos el paso para tratar de llegar al baño del camping
-   Gracias chicos
-   No de nada manco, vos tranqui que ya llegamos
-   No, no,… gracias…
-   Si, todo bien amigo
-   No, no, gracias…ya está…ya está……… ya está
Nos miramos con Soto desconcertados hasta que nos dimos cuenta que el manco se había recontra cagado encima.
Con el frío que hacía y sin la posibilidad de bañarlo, decidimos arrimarlo al fogón y cubrirlo con una frazada para que se atempere un poco, así como estaba.
En ese momento escuché un quejido que provenía de la carpa donde estaba el Oreja. Fui a verlo.
- ¿Estás bien amigo, le pregunté.
Me hizo “no” con la cabeza sin pronunciar palabra. Después empezó a hacer pucherito, como los nenes y escuché bajito, nuevamente casi como un ruego “llévenme con mi mamá, llévenme con mi mamá”.
El puchero se hizo llanto y nuestro amigo entró en una crisis y continuó implorando por la presencia de su progenitora.
Decidimos llevarlo hasta la casa de la tía del Oreja que estaba cerca del camping y salió la Bibiana, la madre, a atender la puerta.
Antes que pudiéramos darnos cuenta, el Oreja bajó del auto, cruzó corriendo la calle y abrazó a su madre fuerte fuerte, como si no la hubiera visto en años. Después entró rápido a la casa sollozando, sin darse vuelta a saludar.

Cuando volvimos al campamento, el resto de los muchachos estaban durmiendo. Nos acomodamos en los lugares que quedaban en las carpas y tratamos de conciliar el sueño.

El sol en la cara me despertó. Todavía un poco mareado y confuso, me abrí paso entre los cuerpos amontonados de los muchachos y pude salir de la carpa. Fue en ese momento que lo ví.
Estaba hecho una bolita, rodeado de moscas… temblando de frío al lado del fogón extinto ya hace rato. Era el manco.
Encendí rápidamente el fuego nuevamente, lo tapé con otra frazada y me fui hasta la carpa a buscar los elementos para prepararle un té caliente para que se recupere.
- ¿Qué pasa? Me preguntó el Leo cuando entré a la carpa.
- Nos fuimos al carajo boludo, lo dejamos afuera al manco anoche, está temblando, pálido, muerto de frío. Le voy a preparar algo caliente, expliqué.
- Uuu que cagada, pará que salgo yo a cuidarlo mientras tanto, se ofreció gentilmente el Leo.
Mientras yo buscaba un té, entre el quilombo indescifrable de la carpa, el Leo empezó a los gritos
- ¡Fuego boludo, fuegooo!
Salí a los pedos de la carpa y lo vi al Leo tirándole arena encima al manco como un desaforado.
La frazada con la que lo había tapado al manco se estaba prendiendo fuego, producto quizás de alguna chispa proveniente de la fogata que había reavivado minutos antes.
Por suerte la cosa no pasó a mayores y pudimos apagar enseguida el foco ígneo con la arena.
Cuando el manco finalmente se pudo reincorporar, la imagen de ese muchacho era algo difícil de explicar. Cómo no tener lástima por un tipo que está muerto de frío, cagado encima, todo el cuerpo lleno de una mezcla de barro seco de la noche anterior y arena… encima con parte del pelo y la ropa chamuscados. Y al mismo tiempo como no mearte de risa ante semejante situación.
- Encima se ríen la reputísima madre que los reparió, nos increpó el manco con algo de razón.
Después de tomarse el té, fue al río a lavarse y le prestamos ropa seca para que se cambie.

Metimos como pudimos los bártulos arriba de los autos y emprendimos el regreso antes de lo previsto.
En el viaje de vuelta casi nadie hablaba.
La resaca y el episodio de la noche anterior habían sido intensos.

Mucho tiempo después, leí en una página de internet una definición de “campamento” que decía lo siguiente: “Es una actividad de convivencia al aire libre orientada con fines educativos y de formación de la persona. Va más allá que las actividades de aventura o visitas a lugares naturales. Responde, entre otras cosas, al concepto de educación permanente como una necesidad en todas las edades y etapas de la vida”.

Nada más alejado de lo que vivimos aquella vez… afortunadamente, ése fue nuestro último campamento.

martes, 19 de junio de 2012

UNA LEYENDA DEL LITORAL

En todas las épocas y en cada rincón del planeta existieron y existen leyendas  y relatos sobre seres fantásticos o mitológicos surgidos del acervo popular.
Particularmente, estos relatos se originan en lugares donde los hombres se encuentran rodeados de naturaleza o solead. Montañas, ríos, montes, selvas, zonas rurales  y cualquier otro paisaje extenso, virgen e inexplorado que dé lugar al misterio y la imaginación.
En nuestro país son muchísimos los relatos de seres sobrenaturales que pueblan las distintas regiones de su extensa geografía.  Algunos de los ejemplos más conocidos son la luz mala el lobizón, el pombero, el hombre de la bolsa y muchos otros seres de renombre tanto nacional como internacional.
Pero hay otras leyendas, más de entrecasa, que no son tan conocidas a nivel masivo, quizás por falta de prensa, problemas de marketing o porque sus apariciones han sido registradas en parajes muy poco poblados y por consiguiente el impacto de las mismas ha quedado circunscripto a un gaucho con dos perros o a una pareja de ancianos campesinos.
Por suerte, el antropólogo rural Zoilo Washington Quiroga, en su libro “Leyendas del más acá. El litoral y sus misterios escondidos ocultos” hace una recopilación de esos ignotos seres mitológicos que pueblan, casi a media voz, los relatos de pulperías, fogones y boliches de la Mesopotamia argentina.
A continuación transcribiremos algunas de las descripciones de los seres más sorprendentes que Quiroga, con gran precisión, menciona en su libro:
> El yaguareté bizco: Es un felino enorme, con un defecto oftalmológico, capaz de matar con la mirada a quien se atreva a observarlo directo a los ojos.
> El guazuncho macho:  Cérvido endemoniado que se aparece por las noches en los montes a los desprevenidos y los ataca con su miembro viril de grandes proporciones
> La tararira encantada: Pez de un color inusual (algunos isleños señalan que posee escamas blancas como las nubes, mientras que otros afirman que es color verde fluorescente), que al frotarle el lomo repetidas veces, deja salir de su interior un genio que concede deseos. La única salvedad es que el genio solo entiende las solicitudes en idioma guaraní.
> La vizcacha dorada: Roedor de crines rubias resplandecientes que defeca pequeñas bolitas macizas de oro puro.
> El carpincho tuerto: un animal de gran porte con un solo ojo en el medio de la frente, que se le aparece a los cazadores furtivos causándole desgracias en la cacería y en la vida amorosa.

La falta de fe o el desconocimiento pueden llevar a los incrédulos a pensar que estos seres no son más que alucinaciones, inventos o cuentos fabulosos de algunos tipos sin nada que hacer que se ponen a inventar historias fantásticas, para pasar el rato.
Pero en mi pueblo, desde que pasó lo del Moncho Salvatierra, todos empezamos a respetar las leyendas… en especial al carpincho tuerto.

Resulta que el Moncho era uno de esos tipos que le mandaba bala a todo bicho que le pasaba cerca. No se salvaban ni los teros. Ni siquiera respetaba a los bichos con cría y era famoso por lo sanguinario. Decían que una vez fue a cazar chanchos del monte con su perro Pocho. Justo en el momento que tenía el chancho enfrente de él, le falló el percutor de la escopeta. El chancho se le vino encima y el Moncho se enfrentó con el chancho a cuchillo y pelo nomás, venciéndolo en sangriento combate, del cual le quedó una marca del colmillo del porcino en el pecho, que siempre muestra como trofeo de guerra.
Nunca le importó matar más de lo que necesitaba para comer y cuando iba al boliche a contar sus hazañas el viejo Patilla siempre le decía en tono de amenaza… “Seguí así vos que ya te va a agarrar el carpincho tuerto”, y le recitaba el versito que era bien conocido entre la paisanada:

“Cazador furtivo
 matas por matar
el carpincho tuerto
ya te va a encontrar
y tu cacería se te volverá
y el amor del nido se te volará”


 
A lo que el Moncho contestaba con una carcajada sobradora e irónica, seguida de alguna contestación soez e irrespetuosa “Solamente los viejos boludos nacidos en el medio ‘el monte como vos pueden creer en esas pavadas”.
Todos los parroquianos se burlaban del viejo e idolatraban al Moncho casi como a un dios pagano.

Un día de invierno los hermanos Pombo (Rodolfo, Wilson y  Chupete), organizaron una cacería en el bañado del Arroyo Settembrini y lo invitaron al Moncho.
La idea era cazar dos ciervos para hacer chorizos y milanesas para freezar para el invierno.
Partieron los tres hermanos y el Moncho.
Al ratito que llegaron al lugar de cacería, el Moncho cazó uno grande, y el Wilson otro.
- Con estos ya estamos,  les dijo Rodolfo.
- Ma qué ya estamos… ¡acá hay ciervos como pa hacer dulce! respondió el Moncho
Uno tras otro fueron cayendo los ciervos, el Moncho se había cebado y no paraba de matar bichos.
- Ya está che, vámonos, insistió Rodolfo
- No jodas, yo hasta que no se me terminen las balas no me voy
, contestó en un tono desafiante una vez más el Moncho.
Pasó un rato y nuevamente tenía en la mira otro ciervo, pero esta vez era uno realmente enorme. Tenía unas astas como de 15 puntas. Y cuando estaba por gatillar se quedó petrificado.
- ¿Qué pasó, pregunto desconcertado Chupete
El Moncho parecía haber perdido el habla. Bajó el arma y tartamudeando, casi sin voz, dijo
- Lo… lo… lo vi.
- Más vale, nosotros también lo vimos era un ciervo enorme ¿Por qué no
le tiraste?, lo interpeló el Wilson.
- No, no… lo vi a “el”
.
- ¿A quién?
- Al carpincho tuerto
- No jodas Moncho, si vos no crees en esas cosas
- Pero pelotudo no se trata de creer o no creer… te digo que lo vi. Tenía al ciervo en la mira y se me cruzó el carpincho… se paró justo adelante del ciervo… y me miró. Era él. Le vi el ojo solo, en el medio de la frente. Era él. Te digo que lo vi clarito, era el carpincho tuerto …

No había terminado aún su relato cuando un ruido ensordecedor invadió la escena, seguido de un alarido interminable de dolor.
Era el Moncho. Se le había escapado un tiro de la escopeta que le había volado limpito el dedo gordo del pié derecho.
Los muchachos todavía aturdidos y aterrados por la situación, le hicieron un precario vendaje como pudieron y salieron de vuelo para el hospital del pueblo.
- Llamala a mi señora que trabaja de enfermera en el hospital y avisale que estamos yendo, le dijo el Moncho a Chupete.
- Llama, llama y me atiende el contestador.
-¡Insistí carajo!
- Lo mismo che… contestador.
- ¡Me cago en el carpincho tuerto y en el viejo Patilla y en la reputísima madre que los parió a los dos!


Cuando llegaron al hospital no se veía un alma. No volaba ni una mosca.
Rodolfo desesperado entró a recorrer cada rincón del hospital, buscando a alguien que los pudiera asistir.
Menuda sorpresa se llevó cuando abrió la puerta de una habitación y la vio a la mujer del Moncho con el trajecito de enfermera por las rodillas, enfiestada con el médico de guardia, el camillero, el chofer de la ambulancia y dos pacientes que estaban internados en el hospital.
- Disculpen…  hay un herido, interrumpió Rodolfo.
Al rato aparecieron todos todavía acomodándose la ropa y pudieron socorrer al desafortunado cazador. Al día siguiente después de algunas horas en observación le dieron el alta al Moncho.
La noticia de lo que había pasado corrió como reguero de pólvora por el pueblo.
El Moncho se recluyó en su casa, empujado por la vergüenza y el qué dirán… y más que nada por las guampas.

Varios meses después de lo sucedido, el Moncho volvió al boliche.
Como siempre el viejo Patilla estaba en su mesa de la esquina, vinito en mano.
Cuando el Moncho pasó por su lado el viejo lo miró fijo. El Moncho bajó la mirada, derrotado, pidió una ginebra y permaneció en silencio. El viejo dejó el vaso de vino, se levantó de su mesa y fue hasta el mostrador donde estaba el Moncho. Se paró a su lado y posando su mano sobre el hombro del Moncho, le dio una palmada, casi paternal y le dijo: “Ya está pibe…  ya pasó”
El Moncho se largó a llorar desconsoladamente, agarrado al brazo del viejo Patilla, como un gurí.
Después de aquél suceso en el hospital el médico pidió traslado y a la mujer del Moncho no se la vio más. Dicen las malas lenguas que se mudaron juntos a Claromecó.
El Moncho hasta el día de hoy sigue soltero. Nunca más volvió a tocar un arma y se hizo activista de Greenpeace.